
A las siete de un silencio engalanado con maquillaje y purpurina, el reflejo duele en los mismísimos ojos. Se clavan. Me clavo en ellos. Tónicos, mascarillas, limpiadores borran huellas que han sido ausencia desde el instante justo en que me impregnaron la piel, aunque me pulsen los poros. La imaginación no vence a lo efímero de una belleza tan duradera - tan desoladora- como lo que tarda una boca en huir del rojo que la persigue.
Las burbujas del cristal se enfrentan al zigzag de la mirada que, picarona, sonríe cuando la rebeldía de un rizo me recuerda que a borbotones sigue bullendo la vida.